–Mi hijo está perdido –dijo Carmen Salinas.
El oficial levantó la vista mientras escribía un reporte y observó una mujer con ojeras en la cara, sin maquillar y el pelo alborotado, tenía un pañuelo en la mano con el cual se estrujaba los ojos rojos e hinchados de tanto llorar. Ella se dejó caer más que sentarse en la silla frente a su escritorio.
–¿Excúseme? –le pregunta el oficial.
–Usted tiene que ayudarme a encontrar a mi hijo Marquito.
El oficial advierte un acento cibaeño en su voz y, a pesar de su ruda expresión, también notó que estaba aterrada. Asustada, pero bajo control propio.
–Yo no soy la persona indicada para ese tipo de casos, señora –le contesta quitándose los lentes de leer y escribir.
–El oficial en la recepción me indicó que hablara con usted.
Peralta era un policía de Narcótico. No era su deber tomar reportes sobre personas desaparecidas, mucho menos encontrar una.
–¿Usted posee un retrato de su hijo? –le pregunta resignado, dejando caer la pluma sobre la libreta y recostándose de la silla. Después de todo él también tiene hijos.
Carmen tenía una foto en la mano y se la pasó a Peralta, pensando que parecía más delincuente que policía. Y aparte de eso, también era gordo y antipático.
El policía observa la foto de Marquito y pone una expresión ceñuda.
–¿Cuántos años tiene el muchacho?
–Marquito tiene dieciocho años.
–¿Cuánto tiempo hace que está perdido?
–No llegó a la casa esta noche.
–¿Él trabaja?
–Hace entregas para la Farmacia Minerva, pero siempre llegaba a la casa antes de las seis, puntual todos los días.
Peralta miró el reloj de la estación. Ocho y cuarenta, el chamaquito, fuerte por la apariencia que tiene en la foto, no hace ni tres horas que supuestamente desapareció.
Carmen vio la expresión de la cara gruesa, cambiar de inútil a indiferente, y ahora le estaba entregando la foto de nuevo.
–Marquito es retardado mental.
–¿Qué?
–Sucedió cuando nació. El parto tardó demasiado, y duró mucho tiempo sin oxígeno.
Peralta observa la foto nuevamente. La cara del niño le miraba de frente, le pareció muy inocente para un adolescente. No tenía ningún gesto de malicia.
–Tiene la mentalidad de un niño de 12 años. Nunca desarrollará más.
–¿Pero él es lo suficientemente inteligente para tener un trabajo...? –trata de exponer Peralta, pero ella no lo deja terminar.
–Él tan sólo hace entregas en el mismo vecindario.
–¿Sabe leer?
Carmen acentuó con la cabeza.
–Un poco. Si las palabras no son muy largas. Él conoce los nombres de las calles.
Peralta se rascó la verruga en la quijada. Creía que esto le hacía parecer reflexivo. Su ex-esposa siempre decía que él se rascaba la verruga cuando estaba incómodo y quería estar en otro lugar en ese momento. Él pregunta:
–¿Acaso el niño hace entregas de drogas que alguien tenga interés en quitarle?
–No. Los dueños de la farmacia les piden a los pacientes que las recojan personalmente.
–¿Y el dinero entonces?
Carmen estaba un poco confusa.
–¿Qué pasa con el dinero?
–¿Él colecta dinero cuando hace las entregas? Si alguien sabe que él es retardado mental, y tiene cierta cantidad de dinero encima... –Peralta deja que Carmen rellenara el pensamiento. Luego pasó a otra conjetura, cuando ella se queda mirándolo como si fuera un galipote–. O su hijo... a lo mejor tenía un poco de dinero en los bolsillos y decidió divertirse un rato.
Carmen tenía una expresión recia, pero ahora sus ojos se achicaron.
–Yo crié a mi hijo un muchacho honesto, y todo el que conoce a Marquito lo adora.
Peralta suspiró.
–Yo crié a mi muchacho honestamente, también, y si no fuera porque soy policía, él estuviera hace tiempo en una celda.
Peralta estudia la foto de Marquito nuevamente. Dieciocho por afuera, doce por dentro. Levanta la vista hacia Carmen.
–¿Él trabaja para ayudarla en la casa? –le pregunta haciendo señales con la mano, queriendo decir económicamente. Carmen se amedrenta por la pregunta personal, pero sólo por un instante.
–Eso. Y para que se sienta cómodo consigo mismo.
–¿Él tiene un padre?
–No.
–¿Usted tiene novio? –los labios de Carmen se comprimieron. Ella no quería ir a la Policía. El admitir que necesitaba ayuda le oprimía el pecho.
–Si usted tiene novio, a lo mejor está con él…–continuó Peralta creyendo que dio en el clavo, al verla pensativa.
–Yo no tengo ningún novio.
Peralta se rascó la verruga nuevamente.
–Señora, yo haré varias llamadas, trataré de ver qué puedo hacer.
–Llamadas a quién.
–Hospitales, otros Destacamentos. Y si no lo encuentro allí, entonces llamaré... la morgue.
El rostro de Carmen se endureció tanto que sólo pudo emitir un susurro.
–¿Así es como la Policía encuentra un pobre muchacho en esta ciudad?
Peralta vio cólera en su rostro. No pudo ignorarlo. La actitud de ella lo enfureció. Él no tenía nada que hacer por ella, estaba fuera de su línea así como estaban las cosas.
–Escúcheme, señora: ¿Usted conoce la cantidad de personas desaparecidas que son archivadas todos los años en esta ciudad? ¡Miles y miles! Siempre resulta que el marido o la mujer se fueron con otro, o se montaron en una yola y no se sabe más de ellos.... Otra cosa –continuó sin darle tiempo de que le contestara–, cuando un muchacho tiene dieciocho años, ya no es un niño, es adulto. Tiene el derecho de marcharse si así lo desea. Ahora, usted dice que Marquito piensa como un niño, pero yo puedo ver que él es un muchacho grande. Y si puede mantener un trabajo y leer los nombres de las calles, está a varios niveles más alto que la mayoría de los delincuentes que arrestamos todos los días.
El policía dejó caer la foto sobre su escritorio delante de ella.
–¿Usted desea que haga las llamadas o no? –Carmen cogió la foto de su hijo y se marchó sin decir una palabra.